Dos cosas han marcado a fuego la identidad histórica de aquella etapa iniciada aquel 10 de diciembre de 1983, cuando el país se preparaba para comenzar su proceso de transición a la democracia, luego de tantas frustraciones y peripecias que caracterizaron nuestra vida institucional.
La primera cuestión fue la recuperación de la vida política, no solo como expresión electoral, sino también como herramienta de decisión en el ejercicio del poder. Indiscutiblemente, la vuelta a la democracia fundó un nuevo régimen político. La otra cuestión fue la consolidación de los Derechos Humanos como postulado fundamental en el que reposa la legitimidad del sistema democrático.
Esto no fue casual: responde a la madurez cultural que se ha producido en el país y al diseño de la transición iniciada en el ‘83, que buscaba ambos objetivos y rompió con la nefasta tradición de crónicas amnistías para los crímenes de Estado. Se fundó en la convicción de que sólo el juzgamiento de estos crímenes, si se concentraba al menos en los principales responsables, evitaría la reproducción del círculo infernal de golpes de Estado-represión-impunidad.
Por eso, lo primero y lo más trascendente que hizo la democracia fue derogar la Ley de Autoamnistía de los militares, que otras fuerzas políticas avalaban, y que hubiese significado la exacta reproducción del modelo que esta vez se desterró para siempre.
Nuestro camino alumbró el de otros países de la región, en un momento en el que América Latina era un subcontinente infestado de dictaduras y en tiempos en los que muchos consideraban que la democracia era una aventura temeraria, efímera, impracticable o de posibles consecuencias indeseadas y retrocesos inevitables. A ello se sumaban condiciones socioeconómicas alarmantes y una deuda externa gigantesca que crecía en progresión geométrica e inundaba de pesimismo la viabilidad de un proceso que pretendía asentarse exclusivamente en los cimientos de la soberanía popular.
Pero si es cierto que la Argentina, como la mayoría de los países de la región, alcanzó con la democracia un rápido y vigoroso desarrollo en el campo de las libertades públicas e individuales, estamos también obligados a reconocer y decirlo en voz alta que nuestras democracias presentan todavía enormes deficiencias en el campo del bienestar. Es más: hemos atravesado procesos de una gran bonanza económica, con altísimos niveles de crecimiento y superávit fiscal, pero no hemos logrado hacer retroceder la pobreza y menos aún la miseria. Amplísimos sectores permanecen en la indigencia y sometidos a un proceso despiadado de exclusión, porque las medidas sociales que se adoptan, muchas de ellas de corte clientelar, no han sido eficaces como respuesta a la pobreza, sino que generan mayores niveles de dependencia política.
Debemos reconocer que nuestras democracias no han resuelto la disparidad entre los que más tienen y los que menos tienen. Por ello, el gran desafío de hoy es la igualdad, pero no una igualdad retórica, formal, declarativa, sino la igualdad real, en la que todos los habitantes puedan gozar equitativamente del conjunto de sus derechos humanos. Nos referimos así a la necesidad de asegurar los derechos económicos, sociales y culturales, para que todos los argentinos gocen de un nivel de vida adecuado, que se traduzca en el acceso efectivo a una vivienda digna, a la alimentación, a la educación, a la salud, al trabajo. Todas ellas condiciones que aseguran, a su vez, la nutriente más genuina de los derechos civiles y políticos.
Pensar en los derechos humanos, 27 años después de aquel célebre acontecimiento donde los argentinos nos propusimos “democracia para siempre”, implica algo más que celebrar nuestros logros, que son muchos en el campo de la libertad y de la lucha contra la impunidad. Implica avanzar decididamente, sin claudicaciones ni demagogia, en el camino de la igualdad. Sin ello, no podremos combatir ni atenuar esta vergonzosa disparidad en la distribución de la riqueza ni reducir la brecha tecnológica. Sin ello, tampoco podremos luchar con eficacia contra esas dos grandes epidemias que son la marginación y la exclusión y que, pese al incremento del gasto social, se generalizan y acentúan.
Los argentinos debemos profundizar la democracia, esta vez sumando a los beneficios de la libertad los que nacen de la igualdad y la equidad. Sí, completar la tarea es nuestra meta y nuestro principal desafío.
PorRicardo Alfonsín. Diputado Nacional y precandidato a Presidente (UCR)
fuente:http://www.clarin.com/politica/anos-democracia-derechos-humanos_0_386361390.html
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